Por Gustavo Bossert y Ricardo Gil Lavedra
El prolongado conflicto entre el campo y el Gobierno ha llegado a suscitar en la sociedad una seria preocupación de futuro, atendiendo al modo de resolver las tensiones que naturalmente surgen en el devenir de una comunidad democrática. Hay una extendida percepción de que el conflicto no era inevitable, que resultaba de fácil solución si existía disposición para hacerlo, en lugar de propiciar con negativas una puja interminable, como si entre el Poder Ejecutivo y un vasto sector de la población pudieran admitirse, en términos de seriedad y decencia, aspiraciones de victoria, como quien pretende derrotar a un enemigo. En el cruce de argumentos esgrimidos desde uno y otro lado, se advierte con sorpresa la escasa importancia que hasta ahora se asigna, para resolver el diferendo, a la Constitución Nacional. El consenso básico de una comunidad se encuentra en su Constitución, ella refleja los sentimientos y valores compartidos por todo el pueblo, fija los grandes objetivos de un país, los derechos de los habitantes, y establece la manera en que deben ejercer el poder las autoridades, al imponer límites y distribuir las competencias de cada órgano para evitar lesiones a esos derechos. Sin embargo, en estos largos meses de debate, y hasta de enfrentamiento, pocas voces han invocado como bandera de la República el contenido de la Constitución, para buscar en ella alguna pauta que permita juzgar y resolver sobre la validez de la resolución Nº 125 del Ministerio de Economía, origen del conflicto. La respuesta de la Constitución Nacional es inequívoca sobre el tema en debate y de ella surgen dos vicios de inconstitucionalidad que afectan a dicha resolución: La fijación de los derechos de exportación -impuesto aduanero- sólo puede ser hecha por ley del Congreso y esta atribución no puede ser delegada en el Poder Ejecutivo. Esta conclusión no admite errores de interpretación, surge literalmente de varias disposiciones de su texto (art. 4, 9, 17, 52, 75 inc. 1, 76), que incluso condena a la nulidad absoluta e insanable los actos del Ejecutivo que invadan dicha zona de reserva legislativa (art. 99, inc. 3). La Corte Suprema ha ratificado reiteradamente que sólo el Poder Legislativo puede "establecer impuestos, contribuciones y tasas", y que esa facultad no puede ser delegada en el Ejecutivo (por ejemplo, fallo "Salcro SA" del 21-10-2003, entre tantos otros). De manera que la resolución 125 está afectada de inconstitucionalidad en razón de su origen. Este vicio no queda salvado por el art. 755 del Código Aduanero, dictado por el último gobierno militar, cuando no existía el Congreso y en el pensamiento de los dictadores de entonces no volvería a existir (norma que ahora es invocada como fundamento de la resolución 125), puesto que, justamente, dicho art. 755 está en contradicción con las disposiciones de la Constitución que hemos citado. Pero, además, los porcentajes de las "retenciones móviles" pueden violar el principio de no confiscatoriedad, de acuerdo con la interpretación que, desde hace ya largos años, la Corte Suprema de Justicia de la Nación realiza del art. 17 de la Constitución, al considerar confiscatorio todo tributo superior al 33% de la propiedad o la renta. De manera que, en tanto la retención supere ese porcentaje, la disposición puede ser declarada inconstitucional por confiscatoria, conforme a la doctrina de nuestro máximo Tribunal. Que sean los representantes del pueblo, los legisladores, quienes pueden decidir sobre los tributos, y no un rey o un presidente, no es una solución novedosa. En los antecedentes remotos del constitucionalismo, la cédula que Juan Sin Tierra otorgó a los nobles ingleses, el 15 de junio de 1215, ya disponía que el rey no podía exigir auxilios financieros ( aid ) sin el consentimiento general. Más claramente, el art. 4 del Bill of Rights, de 1689, establecía que recaudar dinero para uso de la Corona sin concesión del parlamento es ilegal. Esta regla es seguida por las constituciones del derecho continental y de América, y es una piedra basal de la República, frente a las concepciones absolutistas. La razón es clara. Para evitar el abuso de un gobernante en la fijación de gravámenes y contribuciones es necesario que sea el pueblo, por medio de sus representantes, quien lo decida. Ello permite la libre discusión acerca de su necesidad y cuantía, y arribar a los consensos necesarios para que las decisiones tengan suficiente legitimidad. La determinación, entonces, de los derechos de exportación, su monto, la eventual distribución de parte de esos ingresos a las provincias y municipios, son cuestiones que, en un régimen democrático, deben ser discutidas y sancionadas por los representantes del pueblo en asamblea, es decir, en el Congreso de la Nación, no por medio de la decisión unilateral de un ministro o secretario del Poder Ejecutivo. Las normas procesales permiten plantear la inconstitucionalidad por medio de una simple acción declarativa, que sin incurrir en el fárrago de pruebas que entorpecen los juicios en los que se discuten hechos, sólo exige un examen jurídico, ya que se trata de una cuestión de puro derecho: el análisis de constitucionalidad de la resolución que impuso las retenciones. De manera que, en este conflicto que tanto daño le está haciendo a gran parte de la población argentina, se debe tener como guía el sensato, civilizado y pacífico camino que, por encima de los individuos, las circunstancias y las pasiones, nos ofrece a todos, por intermedio de la Justicia, la Constitución Nacional. Gustavo Bossert integró la Corte Suprema de Justicia de la Nación; Ricardo Gil Lavedra fue ministro de Justicia. Link permanente:
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1020659